En las
clases de ética ciudadana o de otra materia que no recuerdo (trasladaré los
recuerdos sin pensar tanto) nos mencionaron que los animales, sea cuales
fueren, no tenían memoria ni ningún tipo de inteligencia. Ante tan tamaña duda
a los 13 años, con mis compañeros de colegio nos surgió comentar, que las
mascotas que tenemos cuando se pelean con un perro o les pasa algo, o cuando se
ven ante el mismo perro o una situación similar se ponen mal o se asustan, como
si recordaran lo sucedido anteriormente. Algo que para nosotros, a esa edad, es
tan normal porque la diferencia entre perros, gatos, pájaros y humanos solo la
vemos en que los animales son demasiado buenos para ser personas.
No es
casual que a cada mascota le demos características de ser querido: ríe, llora,
recuerda, sabe de ingeniería al abrir la puerta ventana con la pata, puede
opinar de política, ve televisión y grita los goles en el mundial. No me sorprende
en absoluto en un mundo tan loco como este: los mismos humanos que votaron
alguna vez a Menem no pueden jamás discutir las genialidades de un perro o la
limpieza perfecta de un gato.
El siamés del vecino, del cual desconozco el sexo, es de aparecer misteriosamente
escondido tras la leonera. Se agazapa, mirando a quien esté en el patio,
siempre en la tarde noche con el resplandor del atardecer que se despide y solo
se puede divisar la sutil forma de su cabeza y sus orejas paradas. Algo busca
de mí pero no se qué. Si lo espanto desaparece, pero aparece por otro lado,
siempre a mis espaldas y me busca la mirada, como si una vieja enemistad nos
reencontrara. Sé que es el mismo que vagaba por otros techos que conocí en mi
infancia, cuando miraba desde la ventana del departamento todos los techos de
la manzana y ahí, vagando, jugando en el atardecer de la Costanera, coqueteando con las sombras, un siamés de ojos eternos me
miraba, fijo, buscando algo de mí pero aun hoy que las vicisitudes nos han
vuelto a cruzar, no sé qué es.
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